sábado, 2 de noviembre de 2013

Los triángulos de la pizza.

La pizza es la comida porteña por excelencia. Ningún otro género gastronómico ha logrado desarrollarse, superar su herencia y mantenerse popular como ella; ninguna es tan local e internacional en sus ingredientes (tomate, muzzarella, trigo, orégano, garbanzo, oliva), ninguna otra puede vencer a sus competidoras del interior o el exterior.





Las empanadas son mejores en el norte, con su relleno de papas, y en el sur con su masa de torta frita. La carne de vaca es mejor en casi cualquier bañado bonaerense. No hay un puerto fluvial con peor pesca que el nuestro. Etc. etc. etc.  ¿Es todo esto culpa de la célebre mezquindad de los capitalistas que se hacen llamar empresarios gastronómicos, seres humanos que emiten tickets falsos, venden café quemado a 15 pesos la taza, cobran servicio de mesa por dos grisines y tres panes duros? Poco importa. También están los serios, los que hacen las cosas bien, pero ellos quedan fuera de las posibilidades del bolsillo cotidiano. 

Es cierto que la tradición gastronómica porteña comienza con la carne. La tradición rioplatense más antigua es el canibalismo. Ayunó Solís y los indios comieron. Incluso los habitantes de la primera Santa María de los Buenos Aires, embebidos en el clima cultural local cayeron en la familiaridad de la carne humana. Mucho barro ha corrido por el río desde entonces. 

La década fue la de 1950. La última revolución gastronómica porteña. Épocas de Perón y guerras mundiales. Ya estaba instalada y todavía no se había desmontado la coctelería, el vino se tomaba, a veces con soda a veces tinto, y cualquier perejil sabía que la Coca-Cola tiene gusto a remedio. Qué tiempos aquellos. Había tranvías y movilidad social ascendente. Nada de eso queda, en fin...

Por algún motivo misterioso, o un secreto euclideo-hegeliano, las pizzerías de calidad suelen establecerse en tríadas. Es decir, dada un área más o menos amplia y característica, hay tres pizzerías de nivel encerrando una serie de locales subsidiarios que no valen la pena y se llenan de giles a los que viven. Aquí abajo, algunos datos esenciales.

Zona Centro (en decadencia):  Las Cuartetas, Güerrín, El cuartito




Son célebres las tres, con sus direcciones. Lamentablemente ofrecen una calidad cada vez más baja. Con respecto a la pizza propiamente, las cuartetas es la única que conserva la excelencia, tal vez por estar provista desde siempre de unos hornos soberbios, tal vez porque su última ampliación hacia las profundidades de a manzana tiene treinta años. No obstante están cortando costos del modo más imbécil (vg. cambiaron el Moscato Crotta por un jugo asqueroso e imbebible y que probablemente produce ceguera).  El cuartito puede hacer pizza excelente para 50 cubiertos a lo sumo. Atiende todas las noches 200. Para lograr la magia, la masa se ha hecho más fina y más liviana, el queso no está del todo repetido, la fainá se prepara durante la noche anterior y espera en una heladera.   Gúerrín me duele en el alma, por su horno auxiliar a gas en el fondo, por abandonar barraza y pasar a quesos Vidal y porque están sacando la masa de la pizza tan irregular que no es inusual que una salga quemada y la otra no esté cocida; algo completamente vergonzoso en una pizzería profesional.


Zona chacarita (dos de tres que explotan): Santa María, El Imperio, La Mezzetta. 


El imperio (F. Lacroze y Corrientes)



Está bien. A secas. Lamentablemente va camino a convertirse en un Kentucky, adoptando una estética kitsch, con televisiones, música, ruido, cerveza a precio insultante y un público de palermitanos con barba anteojos ínfinit y cortes de pelo alternativo. Sus precios son elevados para la zona, pero la calidad de su muzza es consistente.

Santa María (Corrientes y Olleros) 




A cien metros de El Imperio, ideal para establecer comparaciones odiosas, Santa María. Su muzzarella puede competir con la del Imperio, superando a  cualquiera de las de las pizzerías céntricas. Su fainá no tiene par. Y tiene, a mi gusto, la fugazzetta mejor lograda de la ciudad. Compleja, equilibrada, perfecta: alta cocina popular.

La Mezzetta (Alvarez Thomas 1321)



Durante la década de 1990, las dos instituciones vinculadas al modo de vida porteño, los cafés y las pizzerías, se vieron atacadas por las grandes cadenas uniformadoras que hoy , bajo otros nombres, pueblan la desnutrida escena gastronómica porteña: Mc Donalds, Nac & Pop, Kentuckys, Plazas del Carmen, Havanna, Martinez, Bolsa de Café, Starbucks... Muchos, casi todos, no sobrevivieron. Otros, tal vez eligiendo el más leve de dos males, se adaptaron. Aparecieron el delivery, el capuchino con chocolate, el palmito, abrir a toda hora y todo día, pagar menos y exigir más a los empleados, bajar costos y cobrar más.  La Mezzetta no se entregó a esas facilidades. Cierra los domingos, por respeto al descanso de sus empleados. Cobra lo justo, por respeto a sus clientes. No hace repartos, por consciencia de su calidad. La fugazzetta, la muzzarella y la fainá son perfectas. A la altura de lo mejor de cada una de las pizzerías antes mencionadas. 


Estrellas solitarias: Pirilo (San Telmo), Angelin (Villa Crespo), José (Villa Pueyrredón). 


Pirilo (Defensa 821)


En el estilo de la Mezzeta, negocio familiar de tercera generación. Se come de parado y tampoco se ha entregado a las imbecilidades del marketing de los 90. Lo característico de sus pizzas es la nota ahumada. Muzzarella, Fugazza, fugazzetta  y Fainá. Una de las mejores pizzas de muzzarella de Buenos Aires. La única pizzería digna que sobrevive en San telmo.

Angelín (Córdoba 5270)




Inventores de la pizza canchera, ya no la preparan. Su célebre pizza al molde ya no existe y ha sido reemplazada por una media masa liviana y poco integrada. Su principal virtud es el precio. Si está en colectivo, auto o bicicleta, siga derecho hasta la Mezzetta. 

José (Av. San Martín 6915) 



Tan buena que los vecinos de devoto la reclaman como propia desde la vereda de enfrente. Destaca la napolitana. Atención: cierra temprano (00:30). 


Hay más, claro que hay más. Seguiremos informando. Buen provecho.

jueves, 15 de agosto de 2013

Al Norte al Norte.

La cuadra de Talcahuano al 900, vereda impar, es célebre por El Cuartito, tradicional pizzería de la que eran habitués algunas figuras del tango como Julio Sosa y Edmundo Rivero. El tiempo ha sido cruel con el Cuartito, que ha crecido sin salud, pero por fortuna todavía se puede comer dignamente en esa cuadra y eso es posible gracias al Restaurante Norte, de Talcahuano 953. 

Eso de preguntar qué hay en la carta y pedir sin mirar los precios es para pocos lugares o pocas personas. Y, a menos que uno sea un Rockefeller, Soros, esté en el sudeste asiático o en Bolivia,  es casi imposible para los amigos del vivir, que queremos salir a comer afuera una o dos veces por semana sin tener que pasar los otros scinco o seis días haciendo ayuno o sufriendo el oprobioso arroz. En Norte se puede.

La comida no es sorprendente ni original, es sencillamente buena. Y ser buena sencillamente es mucho dentro del panorama gastronómico actual porteño, que tanto abusa de la rúcula, el cilantro,  la cebolla caramelizada y los tomates cherry.  El menú incluye los platos típicos de la llamada "cocina porteña", el resultado de un mestizaje de las cocinas criolla, española e italiana. Léase, hay milanesas, variedades de churrascos y carnes de cerdo, ternera y pollo, pastas, etc. La carta de vinos es reducida poco interesante (Lopez, Norton, etc.) y lo que más llama la atención son los precios (vg. una cerveza Isenbeck de litro costaba ayer $ 22). 

El servicio es amable y correcto, los mozos conocen el menú al derecho y al revés, ideal dejarse recomendar y servir en un contexto en el que al final de la comida no aparecerá una cifra indigesta. Naturalmente, está casi siempre lleno, en parte por la concurrencia de regulares (sí, todavía existe eso de gente que cena afuera tres veces o cuatro por semana en el mismo lugar) y en parte porque la amabilidad del servicio incluye el no molestar a los comensales durante la sobremesa.  No se cobra servicio de mesa, pagos únicamente el efectivo. 

Es un lugar que es tan bueno como puede ser. Sin pretender demasiado, cumple con todo lo que promete. Lugares así son una suerte.  Buen provecho.

domingo, 11 de agosto de 2013

Mejor Basa otra parte.

La primera impresión al bajar las escaleras, cosa que no podía hacerse sin registrar los invariables seis dígitos del valor del parque automotor circundante, la que cuenta, fue que el público estaba tan ocupado en pretender que bebía y lo pasaba espléndidamente que apenas había tenido tiempo de tocar las copas, beber ni, mucho menos, pasarla bien.
Ubicado en la calle Basabilvaso 1328, en la zona de Retiro lindera  al Palacio de la Cancillería, la escenografía del lugar es semejante a la de muchos de los nuevos bares de cockteleria "onda East End"  (vg. Frank's) que se parecen tanto a los bares neoyorkinos como los Irish pubs de la calle San Martín a los bares de Dublin. Muy poco. Más bien parece un anexo de la biblioteca nacional, en su estilo de cemento frío e impersonal. Quizás por ese aire 1970 es que le gusta a su público, perteneciente ala generación del bambino Veira.
La barra no esta mal, larga y con una oferta de tragos clásicos a la que se suman eventuales tragos promocionales, producto más de las tristes argucias del marketing que de una decisión creativa de los barmans. Digo yo: ¿hay necesidad de hacer lemonchamp o un kir royal con Baron B? A mi que me expliquen por qué. En realidad lo sé. Que Chandon se ponga media pila con las condiciones de las promociones.
La gastronomía, presuntamente mediterránea, tiene poco de la sencillez y abundancia griegas o de las islas del sur de Italia. El estilo es el de hotel internacional de cadena, que increiblemente aun pasa en buenos aires por alta cocina. Platos enormes apenas surtidos, donde parece primar la economía de un Cormillot que el equilibrio y a elegancia de los platos de un Martín Berasategui. 
En cuanto al servicio, afectado, medio intimidante en apariencia y flojo en los detalles, no mucho que decir. Se trata de un bar que cobra 20 pesos de cubierto (Cubierto o servicio de mesa, extra que cobran ciertos reductos gastronómicos dudosos para exprimir un poco más la cartera del cliente con la consigna "entró, es nuestro,  que se deje el aguinaldo y si no vuelve vendrá otro gil").

Total, no vayan. Ahi nomás, a unos pocos cientos de metros tienen Dill &Drinks (San martín 986). Un bar de verdad, donde los tragos clásicos se piden sin necesidad de mirar la carta y se puede confiar en el criteriode los barmans. Pero de Dillan hablaré en otra ocasión y hablaré bien. 

sábado, 6 de abril de 2013

Memorias del subsuelo

Fedor Mijailovich Dostoyevski nació en Moscú bajo el signo de libra de 1821. No entraremos en los detalles de su vida, sus seis hermanos, su padre militar,  ni de su relación con el traidor crítico Belinski. No diremos nada de su obra, que incluye El jugador,  Los hermanos Karamazov y Los endemoniados. Ni una palabra dedicaremos, eso jamás, a sus vicios y su infortunada historia matrimonial, su exilio en Siberia o su prisión. Pero corría el año 1868 y Fedor escribía El idiota en un cuarto de pensión en el área más bohemia Milán, perseguido por acreedores, sin una lira en el bolsillo. 

Advertido de que al dejar su habitación  sería expulsado de la pensión, sus papeles quemados y sus otros enseres tirados ala basura tomó una decisión drástica. Empeñó hasta los pantalones quedándose sólo con un calzón largo, una frazada, plumas, tintero y hojas de papel. Terminando el primer borrador del Idiota, su editor le giraría una cantidad de dinero suficiente para atravesar las fronteras de la recién nacida Italia, la de la ya inexistente Prusia y de la siempre ultrajada Polonia rumbo a Moscú.   Dostoyevski vivió un mes en calzoncillos (y tenía uno solo).  La segunda parte de El idiota fue escrita íntegramente en ropa interior o por un autor desnudo. 

Así se vive cuando no hay más remedio. Desde el aislamiento, desde el deseo, desde el oficio, desde los calzones y, cuando no hay más remedio y la ropa interior se está secando, con las nalgas sobre la fría silla. Cinco años antes había relatado la vida de un hombre retirado, sus pasiones y miserias subterraneas.  

El ambiente de los sótanos siempre es un ambiente de intimidad cómplice. Algo primitivo se encierra en su encierro, una sensación de refugio compartido, de toldo bajo la lluvia, de hermandad. El centro de Buenos Aires contiene diversos accesos a la inmersión, paréntesis del tiempo que corre no a su alrededor sino por encima.  

Uno de los sótanos más notables es el salón de Té del Banco de la Nación Argentina  en plaza de mayo, diseñado para inundarse completamente en quince minutos, si fuera necesario. El edificio que lo alberga, diseñado en 1940 por Alejandro Bustillo (Catedral de Bariloche, Llao Llao), es la  casa central del banco, así que es necesario entrar con discreción. El carácter público del salón de té es siempre polémico. Se ingresa por la esquina de Bartolome Mitre y 25 de Mayo (horario bancario). La bebida allí es el café, cocina no hay aunque puede combatirse el hambre con algún sandwich de de crudo y queso en pan francés tostado o un omelette de queso. En el cuarto piso hay un comedor restaurant con algunas opciones para el almuerzo, pero nada destacable.

Por la noche, puede descenderse al sótano de Florería Atlántico (Arroyo 872, hasta las 3 de la madrugada). Aun siendo la coctelería (clásica y contemporánea) y el servicio en la barra (impecable) los dos estandartes principales del lugar, lo que domina el ambiente es la música, el horno y la parrilla a leña y el clima deliberadamente underground de todo el entorno. Se trata de un lugar utópico, valga el oxímoron, una especie de "esto es lo que podría haber sido Buenos Aires si después de los cuarenta hubiera tenido un poco más de espíritu europeo,  neoyorquino, de Chicago o de cualquier lugar menos brasilero, menos poblado de edificios vulgares de departamentos". Merece una mención especial la carta de vinos, bien presentada, surtida y con precios más que justos (20 o 30%, no más, por encima del precio de venta en vinotecas). La comida es excelente, en particular las tapas. Lasciate ogne speranza, voi ch' intrate.

martes, 26 de marzo de 2013

Viajes alrededor de uno mismo

Agustín (¿en estos tiempos de tanto fervor católico debería decir San Agustin?), el filósofo autor de las Confesiones, nació en Africa del norte a mediados del siglo IV. Antes de convertirse al catolicismo y mucho antes de ser santo fue maniqueo, es decir: creía que la naturaleza humana está regida por dos fuerzas irreductibles, el bien y el mal. Antes de convertirse en santo y mucho antes de ser católico, encarnó los impulsos de ambas fuerzas. 

Fue amante promiscuo, padre soltero, bebedor, hedonista y no se privó de placer alguno. "Llegué a Cartago y por todas partes crepitaba en torno mio un hervidero de amores materiales. Todavía no amaba, pero amaba amar... Amar y ser amado eran las cosas más dulces , sobre todo si podría gozar del cuerpo mi amante oscurecido en los vapores ácidos de la lujuria...Caí también en el amor que deseaba ser cogido." Se lo pasaba bien, se entiende, en todos los mostradores del pensamiento.

Por azar, por virtud, por sabiduría, reflexión y agotamiento,  llegó a la conclusión de que la belleza, el bien y la verdad van de la mano y se identifican en Dios. Al igual que Aristóteles, Voltaire y Leibniz, se planteó la cuestión de cómo la libertad humana  puede coexistir con la necesidad natural. Como Hume y Borges, se preguntó por la unidad del yo.  Su idea, semejante aunque mil años anterior a la  estos dos pensadores no ingleses,  respondió que está encerrada en las cadenas de la memoria. Cada uno de nosotros tiene un ángulo único sobre los episodios de su vida y cada uno de esos instantes contiene a los anteriores y a los subsiguientes, aunque no lo sepamos aun. El yo da la imagen sintética de esa eternidad breve y móvil que es el devenir de nuestras vidas.  

Hay momentos de la vida en que esta concepción parece inevitable. Momentos en los que a través nuestro, nos elevamos sobre nosotros mismos, para vernos  simultáneamente mirando a los que hemos sido y siendo vistos por ellos de forma unánime. No siempre es transparente esta armonía, este pequeño gesto que nos hace conscientes de nosotros mismos. Supongo que para algunos esta síntesis no tiene concierto y es un montón de miradas de decepción, traición e intrigas múltiples. Pero eso no pasa en la vida filosófica que es, por sobre todo, aceptación. 

Los mecanismos de la memoria son complejos y es necesaria la concurrencia de un conjunto de estímulos casuales para abrir una de esas ventanas horizontales a través de su tiempo. Quiero mencionar dos vinos  que recientemente hicieron  el milagro. Curiosamente, se trata de dos Malbec. El primero Terroir series Finca D. F. Sarmiento, Malbec 2009, frutal, estructurado, de buena acidez, pero sobre todo con una presencia de hierbas, de pasto y tierra mojada. En la primera nariz me impuso un partido de fútbol un domingo nublado con mis compañeros de colegio, la sensación táctil del pasto húmedo en mis piernas, su entrada en boca una carrera circular siete años más tarde bajo la lluvia nocturna con MNM, al agua fresca cayendo en mi cara, su final mis manos embarradas en el cantero de la escuela primaria en el que unas piedritas rojas sin valor eran rubíes, a todas mis siestas. Una maravilla de vino. El otro, el Grand Vin 2006, Malbec -Cabernet Sauvignon -Merlot, de Fabre Montmayou, resultó incluso más interesante, un paseo por un campo de violetas, un momento sencillo, pero con el detalle lúcido y patente de las imágenes  que nos impresionan en los sueños una vez despiertos. Pude recorrerlo, tuve que hacerlo, no sólo con la mirada sino con cada uno de mis otros cuatro sentidos. Sé que en ese campo no estaba solo. Sé que nunca estuve todavía en un campo de violetas, pero ya vendrá. Me estaré esperando.